domingo, 23 de mayo de 2010

Navegando en asfalto

Energía, amor y entusiasmo son las palabras con las que Juan Carlos Uribe empieza su día. Aunque tiene tres hijos, más los que considera suyos de corazón, vive solo en una casa campestre sin electricidad ubicada en la loma de Las Palmas, pues los años de marinero y hombre del mundo le enseñaron a disfrutar de la soledad y la naturaleza.

Este hombre de aspecto juvenil, cabello y ojos oscuros y sonrisa permanente se levanta a las 2:30 de la madrugada a orar un rato por la humanidad y sus seres queridos, pues “esta es la hora de contacto con los ángeles”. Luego se levanta antes del amanecer y da gracias por la vida. No cree en las religiones, menos en la católica por su doble moral. Pero esto no quiere decir que no sea un hombre espiritual, por el contrario, entre sus mejores amigos se encuentran un chamán experto en yagé y una clarividente musulmana; le gusta rodearse de gente sensible ante la vida, pero sobretodo buena y coherente entre decir, actuar y pensar. Luego de bañarse, Juan alimenta a sus peces ornamentales, riega las plantas y les deja comida a los pájaros que quieran visitar su cabaña, ubicada en medio del bosque, durante el día.

El sábado 13 de marzo de 2009, a las nueve de la mañana se dirige a su restaurante en su camioneta. En la parte de atrás del carro hay una calcomanía de un pez de río y otra de un tiburón rojo atravesado por una línea blanca, lo que da cuenta de sus dos grandes hobbies: la pesca deportiva y el buceo. Luego de unos minutos, llega a Buena Mar, el que es su segundo hogar. El restaurante está ubicado cerca de la plaza mayorista, en Medellín. En la parte de abajo hay una pesquera, donde se compra y se distribuye el pescado a los demás restaurantes. Es un lugar amplio, iluminado, con algunas vitrinas que exhiben el pescado fresco y una secretaria que toma los pedidos; la decoración incluye algunas clases de animales marítimos. Aunque parece que el lugar fuera una simple pesquera, en una de las esquinas hay unas pequeñas escaleras azules por donde se sube al restaurante.

A simple vista, parece que las escaleras condujeran a un lugar secreto o desconocido, y que no asistiera mucho público. Sin embargo, basta con subir para darse cuenta de que Juan, con su carisma, amor y dedicación, ha hecho de él uno de los restaurantes más queridos de la ciudad. Al llegar, saluda a sus “Carboncitos”, las cocineras que le ayudan durante toda la jornada. En el primer piso del restaurante hay varias mesas de madera, frases sobre la vida, el amor y los valores; una pecera y tallas en madera, entre las que se destaca una de Poseidón, el gran dios del mar. Tallar madera pareciera un hobbie normal, que cualquiera puede hacer. Sin embargo, Juan tiene una gran habilidad, pues cuesta creer que lo que ahora es una sirena, un barco perfecto, o un cangrejo casi con vida, antes fue un pedazo de madera inerte. Tallar madera realmente es un arte que necesita de experiencia, paciencia y dedicación.

Juan se dirige a su oficina, un lugar oculto ubicado dentro del restaurante, pero que permanece con la puerta abierta para el que quiera entrar o simplemente sienta curiosidad. Las paredes de madera y la luz tenue la dan un gran toque de calidez al lugar. Allí Juan se dedica a estar en su computador, a enviarles correos a sus amigos, a tallar madera, o a descansar en su tiempo libre.

Su oficina tiene unas pequeñas “cámaras secretas” (pequeños huecos en la pared) por donde Juan mira a los clientes, pero sobre todo a las mujeres hermosas que asisten allí. “yo me enamoro todos los días, por eso me echan las novias. Soy un marinero, con un amor en cada puerto” dice con una amplia sonrisa en su cara.

Pero el encanto del lugar no acaba allí. El segundo piso del restaurante es idéntico a un barco. Las ventanas redondas con bordes metálicos, el piso color arena, las redes y la decoración hacen que el público se sienta como en un verdadero barco, donde la comida de mar termina haciendo el complemento perfecto.

Antes del medio día, cuando Juan ha terminado de organizar su restaurante de modo que se vea impecable, saca un tiempo para dictar un curso de asados de mar en la finca La Loma, ubicada en Envigado. Uno de sus “hijos adoptivos” Steven, lo acompaña. Luego de la sección de carnes es su turno. Allí se desenvuelve con el carisma, la alegría y la energía que lo caracterizan. Antes de hablar de pescados y recetas, dice que lo más importante en la vida es ser feliz, habla de la importancia de disfrutar la comida, de comer lento y hasta tiene un espacio para hablar de energías, chacras y temas de espiritualidad. Aclara que no es chef, pues aprendió a cocinar en sus años de marinero por todo el mundo, donde le tocaba hacer la comida para todos esos “grandotes” de la tripulación, lo que demuestra que la experiencia vale más que la teoría, pues nadie se atrevería a decir que no cocina igual o mejor que un chef experto. También explica que el secreto de todos los platos es agregarle un poco de salud, paz, bienestar y demás valores que se mencionan cada que se agrega un nuevo ingrediente. Las 45 personas que asisten quedan encantadas, y entre charlas, consejos y comida, Juan se despide para volver de nuevo a su restaurante.

Al medio día el trabajo aumenta. Los clientes empiezan a llegar a almorzar, muchos de ellos por recomendación y otros por la seducción que les produce el lugar cada que lo visitan. Se ven desde grupos de trabajo hasta familias y parejas de novios. Juan ayuda a cocinar y a atender a los clientes, los que también considera sus amigos. Bajo el lema de “cocina lenta” se pasa por cada mesa conversando con ellos, les recomienda algunos libros, les habla de la vida o los aconseja. “cuando veo a alguna persona triste le digo: muéstrame tu mano, y trato de decirle algo que la anime. Yo no sé quiromancia ni psicología pero veo que eso les ayuda y es lo que me hace feliz.”

Mientras las personas esperan el pescado gratinado, el seviche de atún o el arroz marinero, Juan les lleva libros o lecturas. En su repertorio hay desde el horóscopo chino hasta filosofía indígena, pasando por el yagé y poemas, pero todos ellos con una gran enseñanza para la vida. Los clientes leen con gusto el horóscopo y las risas maliciosas indican que se sienten identificados con él. Mientras tanto, Juan va pasando por algunas mesas degustaciones de platos nuevos por cortesía de la casa, lo que hace que los clientes se enamoren del lugar por esa familiaridad que se respira allí.

La hora del almuerzo termina alrededor de las tres de la tarde y Juan se va a su oficina a descansar un rato, con la satisfacción y la convicción de que dio lo mejor de sí de modo que los clientes se enamoraran aún más del lugar. En su oficina ve las fotos del viaje al Río Orinoco que realizó con su familia hace unos meses: los atardeceres, los grandes peces y las carpas hacen que Juan se relaje un poco después de un duro horario de almuerzo.

Con el pretexto de comprar las cosas que faltan para el restaurante, Juan se dirige al centro, uno de sus lugares favoritos. Allí se sienta cerca de El Hueco, se compra un delicioso jugo de guanábana “de carrito” con unos pandequesos y se dedica a observar a la gente que pasa por allí. Luego recorre el lugar mirando las artesanías, los cuarzos y las variedades, donde compra algunos regalos para su familia y sus amigos y algunas cosas para decorar el restaurante. “me gusta mucho comprar regalos, no me gusta llegar a ninguna parte con las manos vacías.” Mientras se dirige al pasaje La Bastilla, pasa por el templo de los Hare Krisna, en Veracruz, por quienes siente una gran admiración debido a su conciencia espiritual; además, este es su lugar de almuerzo vegetariano de muchos días.

En el pasaje La Bastilla, Juan mira algunos “libros piratas” de espiritualidad y otros para regalar. Luego de recorrer varios lugares, termina el famoso “tour del centro”, uno de sus favoritos.

Entrando la noche, y como si el tiempo de Juan durara más que el de cualquier persona, se dirige al gimnasio El Molino. Allí, para terminar su día, hace un rato de ejercicio y nada en la zona húmeda, donde deja ver el gran tatuaje que tiene en el brazo, compuesto por un timón, el dios del mar, un águila, un tiburón y una sirena, lo que le recuerda sus experiencias como marinero alrededor del mundo, los 11 años que vivió de la pesca, como ermitaño en bahía solano y le corrobora que es un hombre del mar. Se encuentra con Guillermo Pérez, un monje nóstico experto en reiki y yoga por el que siente una profunda admiración. Entre conversaciones y natación termina oficialmente su día.

Juan se come una hamburguesa en Kit Koff, pues ya está cansado de cocinar. Vuelve a su cabaña campestre sin electricidad, donde lo esperan un Pastor Alemán, un Labrador y un Golden Retriever de la unidad vecina “estrato 116”, pues no se pueden resistir al calor de la chimenea y a la comida para cachorros que Juan les deja en el día. “No traigo mucha gente aquí porque esto es enamorador, es una cabaña de duendes”. Allí enciende unas cuantas velas, toma un baño de agua caliente, reza un rato y finalmente se duerme, después de un agitado día, esperando lo que traerá el siguiente.

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