Mientras el sol de las tres de la tarde permanecía ardiente en el cielo, y todo en la ciudad parecía correr más rápido, llegué al lugar donde todo se detiene de repente. Un mundo aparte del tiempo, en el que sus habitantes viven en universos propios que han tenido que crear para poder vivir y soportar la rutina y la soledad. Al llegar, una gran reja verde me deja entrever sus actividades, que varían entre jugar parqués, fumar y mirar al infinito.
Javier, el fundador y encargado del hogar de ancianos Gerontosalud, ubicado en Prado Centro, sale a abrirme la puerta. Su aspecto me asombra, pues es un hombre de físico brusco: moreno, alto, grueso y con la piel un poco dañada. Cuesta imaginar que su pasión es darle vivienda, comida y compañía a 100 personas de la tercera edad, que antes vivían como habitantes de la calle. Me invita a seguir, y el frío me invade con apenas dar unos pocos pasos.
Entro a un gran salón más oscuro de lo normal, con una luz amarillenta y un fuerte olor a orines. Javier, amablemente, me termina de mostrar el primer piso mientras abraza o acaricia a las ancianas que se encuentra en el camino. En aquel gran cuadrado hay una pequeña sala, con un televisor casi igual de viejo que las siete mujeres que intentan verlo, y un comedor de madera en forma de U para unas 30 personas. Además se encuentra la enfermería, los baños y unas habitaciones. Una anciana, sin conocerme, se me acerca y me dice: “eres muy hermosa”. Sus palabras me dejan casi muda. “Tú también”, le respondo sin la menor ironía, pues el aspecto típico de una abuela, las arrugas y las gafas la hacen más hermosa que cualquier otra. A lo lejos veo a una mujer bastante sonriente, sentada en una silla de ruedas, quien me grita: “vení, sentate aquí”, y me señala la silla que se encuentra, vacía, a su lado. “ya voy”, le respondo con sinceridad. Pienso en la soledad que se respira en el ambiente, pero me imagino que no es un día de visitas y sigo conociendo el lugar.
Javier me invita a seguir por unas escaleras de barrotes blancos, y el olor se intensifica al doble. Esta vez, en el segundo piso, unos hombres de edad observan un gran televisor de plasma, y no puedo evitar pensar en la discriminación. Casi no notan mi presencia, pues están muy concentrados en lo que pareciera su nueva adquisición. Puedo ver las puertas de las habitaciones, los baños, y la decoración con algunas carteleras que les recuerdan momentos felices. El segundo piso tiene salida a un patio con la reja verde que se ve al llegar, pero me doy cuenta que desde adentro todo se ve diferente, todo se siente más lento. Unos hombres juegan ajedrez, y otros se sientan unánimes a mirar por la reja. Desde ahí, la ciudad veloz se ve como algo ajeno. Es un verdadero oasis de tiempo en medio del centro de Medellín.
Seguimos por unas escaleras similares. El tercer piso me recuerda a una casa familiar. Hay otra pequeña sala, donde tres hombres de unos 65 años se encuentran conversando, un comedor y varias habitaciones, cada una con camas sencillas tendidas de blanco y unas cortinas azul celeste que la hacen más amena. Escrito a mano, sobre cada cama, está pegado el nombre de su dueño. El ambiente es más iluminado y el olor cesa casi por completo. Los hombres voltean para saludarme sin prestarme mayor atención, y Javier procede a explicarme cómo fue que llegó a fundar el lugar por su amor a los ancianos.
Javier debe irse, y me presenta al enfermero Alejandro Ocampo, quien queda encargado del hogar. Él me lleva a la enfermería, ubicada en el primer piso, donde hay un escritorio improvisado. Es un joven de unos 22 años, con el pelo engominado y vestido de blanco. Cuesta pensar que trabaja ayudando a todos esos ancianos mientras podría estar haciendo lo que hacen los otros jóvenes de su edad. Sin embargo, demuestra que para ese oficio se necesita verdadera vocación, pues me cuenta que trabaja hasta hoy y que, luego de dos meses, presentó su carta de renuncia. Aunque Alejandro habla de Gerontosalud con un gran sentido de pertenencia, me doy cuenta que no es tan fácil como parece. “me voy a ir porque uno aquí se estanca, yo quiero seguir estudiando y aprender cosas nuevas”, dice Alejandro, y no puedo evitar darle toda la razón.
El enfermero me cuenta, con el entusiasmo de un primerizo, que el hogar empezó a funcionar con un solo paciente, en una casa muy humilde. Luego se trasladaron para esa gran casa y ahora tienen alrededor de 100 ancianos, a quienes les dan todas las condiciones para vivir dignamente sin pagar nada. Me cuenta que el hogar de Javier es financiado por el Estado, quien apoya su labor. Además, me cuenta algo de lo que no había caído en cuenta: en el primer piso están ubicadas todas las mujeres, ya sean dependientes o independientes. En el segundo piso, el que tiene el olor más fuerte y el balcón, están ubicados todos los hombres dependientes; es decir, los pacientes que no pueden valerse por ellos mismos debido a una enfermedad, ya sea corporal o mental. En el tercer piso, el que parece una casa, se encuentran los hombres independientes, es decir, los que todavía son lúcidos o están en las condiciones para salir cuando quieran e incluso trabajar.
En la enfermería Alejandro me muestra una estantería frente a nosotros, donde están todos los medicamentos marcados con el nombre de cada paciente y la hora. Todo está debidamente organizado, pues el tema de las medicinas es algo prioritario en el lugar. En ese momento llega un anciano.
-Alejandro, tengo mucho dolor en el pecho y mucha tos, póngame algo- le dice el hombre, que a simple vista parece estar muy bien.
-Ya voy, espéreme yo termino con ella y lo atiendo- le responde Alejandro.
-Atiéndalo tranquilo que yo me salgo- le digo yo, pensando que podría ser algo grave, pero en ese momento el señor se va.
-No tranquila, aquí todos se quejan por algo todo el tiempo. Por ejemplo tengo un paciente que todos los días viene con tos, yo le doy una cucharada de suero y se alivia-me dice entre varias risas que le produce recordarlo.
Ahí es cuando realmente me doy cuenta de lo difícil de la labor. 100 casos distintos, y hay que saberlos tratar a todos. Alejandro me cuenta que el único que no es anciano es el señor Jairo Zea de 40 años, quien nació con una parálisis infantil y un daño neurológico, lo que hace de él un caso bastante difícil de tratar, pues hay que estarlo moviendo de la cama todo el tiempo para evitar ampollas y estar pendientes de él.
Alejandro se encuentra solo en el hogar de ancianos ese sábado, pero me cuenta que la fisioterapeuta y la psicóloga que van todos los días hacen más fácil la situación. Incluso los practicantes de enfermería se encargan de arreglar a los ancianos y de cambiarles los pañales, lo que le parece una de las tareas más malucas.
Luego de conversar un rato, y ya entendiendo un poco más acerca del hogar, vuelvo a conocerlo, o mejor, a re conocerlo. Salimos de la enfermería, y la misma mujer en la silla de ruedas me invita a sentarme a su lado. “ya voy”, le respondo con ansias de conocerla. Subimos al segundo piso, y como por arte de magia todos notan mi presencia. Alejandro me presenta a Jairo Zea, un hombre con cuerpo de niño acostado en una especie de cajón ambulante. Jairo me hace mala cara y sus furiosos ojos azules hacen que me aleje inmediatamente y casi no pueda ni hablarle. De inmediato se acerca un hombre con dos vasos verdes:
-Buenos días, espíritu santo. Espíritu santo, sí, espíritu santo- me dice el anciano.
Alejandro le recibe los vasos verdes mientras yo pienso si es que me parezco al espíritu santo o es que estoy en un manicomio en vez de un hogar senil.
-Él se llama Jaime Castaño, pero le decimos espíritu santo- me dice Alejandro delante de él, haciéndome sentir un poco incómoda.-Tiene demencia senil, por eso sólo es capaz de repetir una serie de palabras como “espíritu santo”. Los pacientes con demencia senil (que casi siempre son los hombres) son muy difíciles porque se vuelven agresivos, pero uno se termina acostumbrando; lo raro es que casi siempre usan palabras religiosas, sería bueno que alguien estudiara eso.
Trato de hacer un análisis lingüístico-filosófico que no llega a ninguna conclusión, mientras saludo a algunos ancianos y vuelvo a salir al patio, o mejor llamada, la zona de fumadores del segundo piso. Allí, un hombre especialmente me llama la atención: en una mano sostiene una pipa y en la otra un inhalador. ¡Qué paradoja! No puedo evitar reírme un poco.
Alejandro, como buen anfitrión, me vuelve a llevar al tercer piso, donde aquellos hombres siguen conversando en el mismo lugar. De nuevo casi no notan mi presencia; su aspecto se ve mucho mejor que los del segundo piso. Allí, Alejandro me sigue contando historias y llegamos, casi inevitablemente, al tema de la muerte. “La tasa de mortalidad siempre es alta, aunque tenemos el cupo lleno, entonces cuando uno se muere, ¡queda un cupo libre!” me dice y suelta una carcajada, dándose cuenta de la ironía de sus palabras.
También me cuenta que los habitantes de Gerontosalud se la llevan muy bien, que incluso hay romances entre ellos. Me cuenta que Rosmira es la más enamorada, que un día lo cogió del cuello para darle un beso.
-¿cuál es Rosmira?-le pregunto.
-La que está abajo en la silla de ruedas. Tiene demencia senil- me responde, y de inmediato decido bajar a conocerla.
Como los ancianos de Gerontosalud eran habitantes de la calle, poco se sabe de sus historias, por lo que me dispongo a escuchar la de Rosmira y me siento a su lado. Su cara se ilumina al verme, como si fuera su hermana, su hija o conocida de toda la vida. Me siento a su lado e inmediatamente me empieza a conversar. Ella es una mujer de unos 75 años, con la piel trigueña, el pelo blanco y despelucado, y una sonrisa sin dientes más expresiva que cualquier otra. Tiene el aspecto de la típica “vieja loca” de una película, lo que me parece encantador.
Rosmira me cuenta que antes vivía en un hogar más bonito, una casa campestre rodeada de árboles.
-¿Y por qué te viniste para acá?-le pregunto.
-No quise, ¡me trajeron obligada!- dice y suelta una gran carcajada
Luego me pregunta dónde vivo, y se desespera por no saber dónde queda El Poblado. Le pregunta a todos los que pasan, porque por mi desubicación no le supe explicar cómo se iba de Prado Centro al Poblado (aunque creo que de todas formas no habría entendido). ¡Son unas “guevas”, ninguno sabe!, dice con rabia.
Luego de una conversación un tanto inverosímil e incoherente, Rosmira me pregunta:
-¿Al fin si se murió la esposa de Rojas Pinilla?
- No sé, no supe- le respondo con lo primero que se me ocurre, dándome cuenta de que lo de la demencia era cierto.
Después de esa pregunta, me siento en un diálogo de “Alicia en el país de las maravillas”, pero trato de seguir el juego. Le cuento que ya casi son las elecciones para presidente, pero por obvias razones no entiende por qué otra vez. La conversación parece volver a tornarse normal, y Rosmira me cuenta que tiene una hija, pero que la está criando el papá. “Él me prometió que si yo me quedaba aquí sentada, él se encargaba de ella”, me dice, pareciéndome lo más real que ha dicho, y logra conmoverme. “Ya lo quiere más a él que a mí”, dice.
-¿cuántos años tiene tu hija?-le pregunto.
-¿Años? ¡No! ¡Es que no tiene ni los tres meses! Me dice con una seguridad incomparable.- Es más, ¿cuánto es que dura la dieta después del embarazo? Yo no la estoy cumpliendo, ¡voy a volver a quedar!
Me deja sin palabras. Pero la conversación no termina, en ese momento pasa Alejandro por el frente, y Rosmira no puede evitar hacer el comentario: “Estos jóvenes tan queridos… lástima que aquí no nos dejen putearnos”
Trato de seguirle el juego, pero la conversación se torna cada vez más pesada, incluso me cuenta que su esposo se mantenía con las “putas” de Guayaquil y a ella le daba mucho asco. Deduje que había sido una prostituta, y sin importar qué de lo que me contó es cierto y qué no, agradecí que estuviera allí, por lo menos terminando su vida de manera digna. Rosmira me pidió que volviera, que nadie iba a hacerle la visita y que allá no había nada que hacer. Acepté, tratando de hacerlo también conmigo misma.
Luego de escuchar varias historias más, aunque menos trágicas, Alejandro me da las gracias por haber ido. Le pregunto cuál es el horario de visitas y me responde que ese era el momento. Sentí más fuerte a la soledad que invadía el lugar por ser la única visitante, pero tenía que irme. Dije adiós a todos ellos, dejando atrás esos universos únicos, esas vidas trágicas, monótonas y solas; pero me fui con la fuerte convicción de que en ese lugar están mucho mejor de lo que lo estarían y han estado en cualquier otro.