domingo, 23 de mayo de 2010

Utopía

Con la adrenalina corriendo por las venas y los nervios aún notándose, salimos al escenario. Era la última eliminatoria de Antioquia en noviembre del 2007 y teníamos que dar más de lo esperado para pasar a la gran final en Bogotá. Todavía sin creer hasta dónde habíamos llegado, nos invadía una mezcla de vértigo y emoción. Entre guitarras, bajos y baterías, dimos todo de nosotros.

Unos niños de aproximadamente 9 años se robaron gran parte del público por su corta edad y su música pesada, se hacían llamar Black panther y debo aceptar que su nombre era mejor que el de nosotros. Otras bandas muy numerosas, que nos superaban en edad, hacían melodías casi perfectas con una cantidad de instrumentos que me es imposible nombrar.

Todo quedó en silencio. Las demás bandas, junto a nosotros, esperaban el veredicto final. La tensión llenaba el ambiente. Sentí náuseas. De repente se oyó la voz del jurado luego de nombrar a los semifinalistas, que no ganaban nada: “…y finalmente… quien se va para Bogotá es… ¡Grow apart!”

No lo podíamos creer. En ese momento me pareció haber escuchado mal. Pero así era: Vero, Juanca, Zato, Pipe, Lucas, Camilo, Mafe y yo éramos la mejor banda del concurso e íbamos a representar a Antioquia en Bogotá. ¡Ganamos! Ronald, nuestro director, nos abrazó como si fuéramos sus hijos, lleno de orgullo después de tantos meses de trabajo. Por haber creído en nosotros, también fue un gran logro para él. Ahora me pongo a pensar qué fue lo que nos hizo ser los mejores luego de tantas eliminatorias. Tal vez la letra de nuestra canción Utopía por su sentido social o la energía que le imponíamos al tocar, pero probablemente era esa mezcla de metal melódico con voz de coro que nos hacía únicos.

Sólo me bastaba con oír gritar ese extraño nombre: Grow apart, que aunque sonara infantil y algo reprimido, me llenaba de orgullo. Era mi banda, y aunque no éramos Guns n Roses, o Metallica, era la mejor. El significado realmente no era crecer aparte, sino crecer en la música, pero nadie nunca lo entendió. Yo me desempeñaba como guitarrista, junto a Mafe y Pipe.

Manteniendo la sencillez que nos caracterizaba, pero tratados como artistas, nos subimos al avión la semana siguiente, el 2 de noviembre de 2007 rumbo a Bogotá. Nuestros fans: los padres y amigos cercanos, nos acompañaban, ya fuera en carro, en bus, o en avión, pues ninguno se podía perder un acontecimiento de tal magnitud.

En Bogotá nos esperaban los organizadores del evento, algunos representantes de la emisora Los 40 Principales y el patrocinador, Bon Bon Bum. Nos llevaron al Hotel Dann Carlton, donde nos encontramos con bandas y solistas de todo el país, que, injustamente, competían en una misma categoría. Una barranquillera pelirroja, de unos 16 años, nos deleitó con su voz de soprano interpretando “Por ti volaré” de Andrea Bochelli en un ensayo improvisado. Nos llevaba, sin duda, muchos años de trayectoria. Estaba también un dúo de Bogotá compuesto por una cantante que se robó al público por su belleza (incluyendo a los de mi banda) y un guitarrista que la acompañaba. Según pude escuchar, interpretarían Big girls don´t cry, un éxito del momento. También integraba el concurso una banda de niños que sí logró convencer al jurado y Juan Camilo, un joven ciego con una voz impresionante, entre muchos otros.

Esa tarde hacía frío, pero con una chaqueta fue suficiente. Nos llevaron a comer hamburguesa a El Corral, pero sentimos como si fuera el restaurante más elegante de Bogotá. La invitación incluyó a nuestros padres, lo que fue un gran gesto de amplitud por parte del evento. Luego nos llevaron a un programa de tv para jóvenes, del que no recuerdo el nombre, pues era de un canal local que no existe en Medellín. Allí nos preguntaron de qué se trataba el evento, hablamos un poco de moda y como presentadores improvisados, invitamos al público bogotano a que asistiera.

A las 8:00 de la noche, de vuelta en el hotel, nos reunimos en el lobby. Ronald, más como amigo que como director, nos llenó de ánimos. “Somos la mejor banda de Colombia, ustedes lo saben. Sin importar qué ganemos, nadie va a cambiar eso”. Sus palabras nos llenaban de fuerza, nos hacían sentir los mejores. Su experiencia en el ámbito superaba los escasos 24 años que tenía. Para nosotros era la columna vertebral de la banda: nuestro director, arreglista, músico suplente, ingeniero de sonido y más importante, amigo. El único que fue capaz de mantener unidos a ocho estudiantes de 16 años con las personalidades más diversas. Debo agradecer que en ese aspecto, yo era la más neutral.

Esa noche dormí con las mujeres de la banda: Mafe, la guitarrista, que tenía una gran influencia gótica y Vero, la vocalista, que se sentía fuertemente atraída por el rosa. Los hombres estaban en otra habitación, pues por cosas obvias de la cultura y la edad, no debíamos dormir juntos; Sin embargo, para nosotras eran cinco hermanos más. La alarma sonó a las 6:00 de la mañana, y el gran día había llegado. Por primera vez en mi vida no me importó madrugar. Me levanté como si hubiera dormido dos noches seguidas, aunque el cielo, aún oscuro, profesaba un día helado típico de la ciudad. Nos recogerían a las siete para llevarnos a arreglar nuestros equipos, probar el sonido, y todos los requerimientos previos, mientras nuestros familiares y amigos dormían plácidamente esperando al evento que se llevaría a cabo más o menos a las seis de la tarde.

A las 6:55 estábamos todos en el lobby, incluyendo a los demás participantes. Llevábamos una camisa negra con el nombre de la banda, lo que nos hacía ver algo graciosos. El bus nos recogió a las 7:05 para llevarnos finalmente al lugar donde cumpliríamos nuestro sueño: la carpa cabaret del coliseo el campin. La lluvia hizo que todos cayéramos profundos en el bus, y que el viaje de casi una hora, no se sintiera.

La enorme carpa azul, soportada por grandes tubos de hierro, nos esperaba con los brazos abiertos como lo ha hecho con la cantidad de actores, músicos y deportistas famosos que han pasado por allí. El interior tenía una tarima de madera con todo tipo de bafles y cables esperando por nosotros. También había un pequeño camerino, donde debíamos esperar para hacer la prueba de sonido y, además, nos permitía resguardarnos de la fuerte lluvia que caía en ese momento. El camerino era un salón blanco, con algunos espejos, sofás y cojines para hacer más cómoda la estadía. Nos pusieron una manilla de mireya roja, que aún conservo, lo que nos hizo sentir un poco más importantes y yo agradecí porque combinaba perfectamente con mi guitarra roja y blanca.

En el camerino dormimos, conversamos y conocimos a los integrantes de las otras bandas, pero había un problema con el sonido, como es lo habitual, lo que estaba retrasando mucho la prueba. La lluvia amenazaba con tornarse más fuerte, lo que nos preocupaba por la asistencia de la gente. Si no era fácil que alguien asistiera a un evento de bandas y solistas desconocidos, era aún más difícil que lo hiciera con esa fuerte lluvia. Aunque para nosotros, lo más importante era que asistirían nuestros amigos y familiares, que por lo menos se sabían el coro de la canción: “Y ¿qué pasa?, ¿dónde se quedó el amor?, ¿será que una fuerza extraña se ha robado el valor?.. Y ¿qué pasa?, ¿ya no crees en la magia? ¿Has perdido tus sueños, o has perdido tus alas?”

Alrededor de las 2:00 de la tarde logramos hacer nuestra prueba de sonido. Sobre la tarima, la carpa se volvió unas 10 veces más grande, y nosotros, unas cinco veces más pequeños. Aunque sin nervios por la soledad que se respiraba allí, Ronald nos dio las indicaciones y dejamos todo nuestro sonido como debería ser: guitarras con distorsión, pedales para acústicas, y esa cuestión de brillos, matices y ecos que no acabo de entender. Quitándonos un peso de encima, nos dedicamos a esperar a los otros concursantes.

Más o menos una hora después, el cielo se empezó a tornar más oscuro, y la lluvia se convirtió en granizo. La chaqueta y el camerino ya no eran suficientes para tapar el frío que nos helaba las manos. En un abrir y cerrar de ojos, el rededor de la carpa se había tornado blanco por causa del intenso granizo que azotaba fuertemente el techo de lona. Los participantes nos dedicamos a jugar con la improvisada nieve como si estuviéramos en Europa, o en Canadá. Hicimos muñecos de nieve, nos tiramos bolas, y esas cosas que suelen hacer los niños en invierno. Sin embargo, el juego no duró mucho.

El techo se tensaba cada vez más por causa del granizo que continuaba sin cesar. El hielo y el agua se empezaron a entrar por pequeñas hendiduras que le lograron hacer a la carpa, como pequeños intrusos que querían destruir el evento. Sentí un poco de miedo. El gran techo de lona cargaba tanto peso que ya no soportaba, y las hendiduras cada vez eran mayores. Los participantes empezaron a correr por todo el lugar, tratando de hallar un lugar seco. Me quedé paralizada, como en esos momentos en los que no sé qué hacer.

-¡Naty correte!- me gritó Juan Manuel, uno de los amigos de la banda, empujándome bruscamente hacia adelante

-¿Qué pasó? –le pregunté con el tono de tranquilidad, y a veces lentitud que me caracteriza, como si nada estuviera ocurriendo allí.

Sin poder acabar de pronunciar mis palabras, el techo de lona se vino abajo justo en el lugar en el que me encontraba. Los soportes temblaban, el techo estaba destruido y el piso cubierto de un hielo resbaladizo. Las personas corrían desesperadas. Sentí pánico por no ver a nadie conocido. Nos gritaron que corriéramos hacia la salida, pero por mi desubicación no la encontré. Finalmente vi a los de la banda, a quienes pude alcanzar y correr hasta la salida, donde la carpa se terminó de destruir. Y ahí estábamos, frente a la carpa que había acogido a tantos artistas, como si no hubiéramos sido lo suficientemente buenos para ella.

Con el escenario destruido, pero sanos y salvos, nos llevaron de vuelta al hotel. El camino se hizo más largo debido a la lluvia, mientras me invadía una inmensa preocupación mezclada con tristeza e incertidumbre. ¿Cómo podíamos ser tan de malas? Mi sueño estaba a un paso de esfumarse, todo por culpa del torpe e inoportuno granizo que no estaba de nuestra parte. Solo nos quedaba esperar. Aunque el tiempo en el hotel se hizo largo, agradecimos poder dormir un rato y tener a nuestras familias que se encontraban allí para darnos apoyo. Sin embargo, las horas se hacían cada vez más pesadas y largas. Hacia las seis de la tarde, nos contaron la noticia: aunque no íbamos a tocar en ningún coliseo gigante como la carpa cabaret, la discoteca Kúkaramakara nos esperaba con todo el gusto a las siete de la noche. Teníamos dos horas.

Luego de esa montaña rusa de emociones, volvimos a sentir felicidad. Nos arreglamos, las mujeres nos maquillamos y nos vestimos para el evento de modo que no se nos notara la fatiga. El bus nos volvió a recoger, esta vez, directo a la gran final en Kúkaramakara, esperando que nada malo sucediera.

La discoteca nos recibió con todo el calor que no habíamos podido encontrar en todo el día. Afuera, sin creerlo, había una fila de gente más o menos de una cuadra, esperando para entrar. Firmé un autógrafo, pero no pude evitar morirme de la risa y no tomarlo enserio. La discoteca se llenó de gente y el concurso por fin empezó. La barranquillera nos quitó ánimos por su voz casi celestial, demostrando que podía interpretar tanto ópera como música comercial. Juan Camilo nos hizo llorar con una canción religiosa, Tekila cantó dos éxitos de tropi-pop y otra banda nos sorprendió por su habilidad con los instrumentos.

Era nuestro turno. Y ahí estábamos. Ocho estudiantes comunes de colegio esforzándose al máximo por obtener un reconocimiento que para ellos significaba todo. Fatigada, pero todavía con la esperanza de cumplir un sueño, me colgué la guitarra, que combinaba con alguna prenda de vestir de color rojo previamente elegida. No me pesó en absoluto, pues la emoción no me dejaba pensar en nada más. Las luces se encendieron. Y la voz de Vero sonó más hermosa que nunca.

-¡Buenas noches kúkara!, estamos muy felices de poder acompañarlos hoy. Nosotros somos Grow Apart de Medellín. Las canciones que vamos a interpretar son: Utopía, compuesta por nosotros y Zombie, de Cranberries. ¡Esperamos que les guste!

De repente solo éramos nosotros: un piano, precedido por unas guitarras, un clarinete, un bajo, una batería y una voz que formaban un todo: Utopía. Juanca hizo su virtuoso solo de piano, donde bajaba su instrumento para que la gente pudiera ver lo que hacía. Les encantaba. Pipe, Mafe y yo, nos volvimos una única guitarra entre solos, ritmos y melodías, acompañados por el bajo de Lucas, que nos daba toda la fuerza. Camilo le dio su toque de intelectualidad a la canción con el clarinete y Zato, encerrado en un cubículo de vidrio, hizo vibrar el establecimiento, trasmitiéndole la energía de su batería, lo que nos hacía tocar más fuerte. Vero terminó de hacer el complemento perfecto con su hermosa voz.

Ya todo estaba hecho. Sin importar el premio que nos lleváramos, habíamos cumplido nuestro sueño. Como nos había dicho Ronald, éramos la mejor banda del mundo y nada iba a cambiar eso. Nos abrazamos, reímos y seguimos sintiendo la adrenalina corriendo por las venas luego de tocar. Nuestros amigos nos felicitaron, sentían el logro como suyo, y lo era, pues sin ellos no hubiéramos llegado hasta ahí.

Pero llegó la hora final. Yo estaba mucho más tranquila que en la final de Antioquia, pues ya sentía que había cumplido con todo. Me sentía totalmente satisfecha con nuestra actuación y sabía que la competencia estaba muy difícil. Los de la banda nos encontrábamos ahora de espectadores ante el jurado.

-Bueno, se llegó la hora muchachos- dijo el jurado

-Tranquilos, hicieron lo mejor- nos decía Ronald.

-En segundo lugar…¡Juan Camilo!

Nos alegramos. Era la mejor muestra de superación personal, pues pese a su incapacidad visual, había llegado hasta ahí con nosotros y se lo merecía todo. Pero la espera aún no había terminado.

-Y el ganador es… ¡Daniela Mass, de barranquilla!

La pelirroja con la mejor voz de todo el concurso salió orgullosa a recibir su premio tan merecido. Nosotros, algo aburridos pero seguros de que hicimos lo mejor, nos sentimos felices por ella.

No nos llevamos ningún trofeo, ni el dinero, pero sí el reconocimiento de que fuimos la mejor banda del concurso. Uno de los organizadores que nos cogió mucho cariño, nos confesó que escogían solistas porque les salía más rentable que una banda tan numerosa, lo que, para ser sincera, nos hizo sentir mejor.

Aunque no fuimos los ganadores, volvimos al hotel con la cabeza en alto, felices y seguros de que hicimos lo mejor. Allá recibimos más felicitaciones, abrazos y una buena comida por parte del concurso. Esa noche todo volvió a la normalidad. Nos reímos, hablamos, recordamos la trágica historia y casi sin darnos cuenta, estábamos al otro día de nuevo en el aeropuerto, con nuestra vida normal, rumbo hacia Medellín.

94 años de juventud

Hay quienes le temen a la vejez aun más que a la muerte. También quienes hacen todo lo posible para no llegar a ella, como si fuera sinónimo de sufrimiento, soledad o enfermedad. Sin embargo, hay una mujer a quien todos ellos deberían conocer: una mujer que además de que la vida le dio el regalo de vivir 94 años junto a una gran familia, no le pasan los años; una mujer que permanece estática en el tiempo, viendo como todo transcurre, deviene, nace y muere. Una mujer que es hermosa en su naturalidad, goza de completa salud y que cualquiera, sin importar la edad, envidiaría su condición de vida y felicidad.

Esperanza Roldán Mejía nació en Titiribí, Antioquia, el 10 de noviembre de 1915, siendo la menor de cuatro hermanos. Su madre, María Teresa Mejía murió de angina cuando ella nació. Su padre, Jesús Antonio Roldán, murió al poco tiempo, por lo que sus hijos tuvieron que tomar rumbos diferentes y sólo se reencontraron muchos años después: a su hermana María Antonia la llevaron a un internado; a María luisa donde Teresita Arango Uribe, una señora soltera muy adinerada. José María, su hermano, estuvo en muchos lugares y casi no se sabía nada de él.

A Esperanza la llevaron a casa de su tío Ramón Roldán en Sabaneta, a la edad de tres años. Sin embargo, allí le pegaban mucho, por lo que se fue a vivir por cuenta propia a la casa de los vecinos donde pasaba la mayoría de las tardes: el profesor José María Ceballos y su hija, Lucrecia. Fue ahí donde finalmente pudo encontrar un verdadero hogar luego de unos años tan difíciles. Al poco tiempo, José María se casó y se fue de la casa, por lo que Esperanza se quedó viviendo con su hija Lucrecia, pasando la mayoría del tiempo ayudando en los quehaceres domésticos. Lucrecia se casó con Antonio Escobar, más conocido como Toño.

La casa de los Ceballos era una construcción típica antioqueña: una casona grande de bareque pintada de verde, con piezas amplias, corredor y un solar que llegaba hasta la quebrada La Doctora. Esperanza recuerda que había un mico llamado Macario que le hacía la vida imposible. “Yo pasaba corriendo a coger mandarinas o naranjas y se me olvidaba que el mico estaba ahí y me rompía los vestidos, me rayaba y me volvía nada”. También recuerda que era una persona muy aliviada, y que la única vez que estuvo en la clínica fue cuando se le derramó un agua hirviendo en el estómago, pero el percance no pasó a mayores. No tuvo fiesta de primera comunión, pasó el día con un vestido prestado, y aunque nunca tuvo muñecas ni juguetes y solamente la entraron a estudiar por seis meses, para ella los Ceballos fueron su familia y un buen hogar donde pudo pasar su niñez.

Durante la juventud, Esperanza salía con sus mejores amigas: Clementina Vásquez y Tulia Mesa, con quienes iba a arreglar la iglesia de Sabaneta y a repartir insignias los domingos en un kiosco: unas pequeñas tarjetas que se pegaban junto con un clavel en el saco de los hombres. Ella era una joven muy hermosa y bastante pretendida por los hombres, que incluso tuvo tantos novios que le es imposible recordar el número. Especialmente recuerda al Mono Sierra, quien la conoció en el kiosco, cuando tenía 16 años, y le pidió que se casara con él. Esperanza aceptó sin estar enamorada, por lo que luego se puso a pensar en cómo se iba a casar con un hombre que ni sabía bien quién era y se arrepintió de la decisión. Cuando el Mono llegó, ella le contó la nueva noticia, que no fue para nada de su agrado y le dijo: “Usted tiene que ser mía porque ya me dio la mano”. A lo que Esperanza respondió: “no, uno le da la mano a todo el que saluda”, lo que hizo que se pusiera aún más furioso. Esperanza pasó mucho tiempo sin salir por miedo a su reacción, pero luego se lo encontró en la calle finalmente aclararon la situación.

Poco tiempo después, a los 18 años, Esperanza tuvo un novio llamado Jorge Palacio, quien trabajaba en Curtimbres Sabaneta, (donde queda actualmente el éxito) y vivía cerca de su casa. “Él era muy bien vestido pero no tan apuesto”. Sin embargo, durante la relación con Jorge, la familia Ceballos decidió irse a vivir a Salgar, Antioquia, por lo que Esperanza debió irse con ellos. Allí tuvo una relación con un ganadero muy apuesto, pero sólo duró un mes, pues Jorge fue a buscarla para pedirle que se casaran, luego de aguantar un largo viaje en tren, y fue quien finalmente logró obtener su mano.

Esperanza se devolvió a Medellín para realizar los preparativos del matrimonio. Por ese tiempo, se fue a vivir donde las hermanas de Toño Escobar por un mes. Sin embargo, no recibió ninguna ayuda de la familia Ceballos para su matrimonio, ni siquiera un regalo. Por el contrario, las primas de Jorge fueron quienes se encargaron de atenderla e incluso fabricarle todo el ajuar necesario para casarse. “Si hay buenos puestos en el cielo, allá está esa familia”.

Cuando todo estuvo listo, se llevó a cabo el primer matrimonio de la iglesia de Sabaneta, hecho que siempre va a ser recordado tanto por su familia como por la gente del barrio. Esperanza y Jorge hicieron historia. Los matrimonios se hacían regularmente en Envigado, pero ellos lograron hablar con obispos que finalmente les concedieron el honor de ser la primera pareja en casarse en esa iglesia.

La pareja se fue a vivir a una casa que les prestó Rubén, el hermano de Jorge: una casa campestre en Sabaneta, donde esperanza recuerda especialmente a las brujas que les hicieron la vida imposible, mujeres que estaban enamoradas de su esposo. “se sentían ruidos, nos tiraban los cristales al suelo, y cuando mirábamos todo estaba en orden, sentíamos taconeos por el corredor, nos apagaban una lámpara que le prendíamos a san Cayetano, se reían duro en el gallinero… y no fue sino casarnos para todo eso.” Ella recuerda esa etapa como algo horrible, pero finalmente le dieron la receta: debía poner cuchillos y tijeras debajo de la almohada, decir palabras en voz alta y no mostrar miedo. Desde que hicieron eso las brujas no volvieron a aparecer, pero para la familia fue una época muy dura, donde ni siquiera podían dormir tranquilos.

La familia habló con Rubén y le explicó que no querían seguir viviendo ahí por lo sucedido con las brujas. Rubén les dijo que se pasaran tranquilos, que él les ayudaba a pagar una casa en otra parte. Esperanza y Jorge se fueron a vivir a una casa en el parque de Sabaneta, pero la ayuda económica de Rubén sólo duró un mes. Por el contrario, le ayudó a Jorge a conseguir un puesto como maquinista en el Ferrocarril de Antioquia para poder pagar la casa. Desde ese momento, la vida de Esperanza dio un gran cambio, pues su esposo estaba la mayor parte por fuera de la casa y ella se quedaba sola en la casa.

A los pocos años nació Guillermo, su primer hijo, quien fue muy enfermo en su niñez. Fue atendida por una vecina que era partera, como era lo habitual. Jorge no estuvo en su nacimiento, como en el de casi ningún otro hijo debido a su ocupada labor. Al año, volvió a quedar en embarazo de Darío y al año siguiente de Gabriel, sin ninguna complicación. Cuando iba a tener a su cuarto hijo, la partera se dio cuenta que eran gemelos, por lo que sólo fue capaz de sacar al primero. Jorge, que se encontraba en la casa en ese momento, fue corriendo en plena tempestad a pedir prestado el único carro de Sabaneta al señor Jorge González para recoger a un médico en Envigado, pues esperanza estaba perdiendo mucha sangre y el niño se estaba muriendo. El médico logró sacar al segundo niño, pero ya estaba muerto.

- ¿Era niña? Preguntó Esperanza.

- No, era un hombre, contestó el médico.

- -¡Ah! ¡Siquiera se murió, otro hombre!

La familia quería tener una niña. Al poco tiempo esperanza quedó en embarazo y nació Luz Elena, ayudada esta vez por un médico. Ella se convirtió en la más querida sobre todo por su padre. “Jorge era muy bravo, pero no se puede hablar de él delante de Luz Elena porque se pone brava.” Dice Esperanza. Con la nueva hija, esperanza se pudo tomar un poco más de tiempo para criarlos sin quedar en embarazo tan rápido. Mantenía una empleada que le ayudaba. “Ligia era un amor, hasta se llevaba a los niños los domingos para la casa de ella”.

A los dos años quedó en embarazo nuevamente y nació Yorgi, un nombre que la cautivó desde que lo escuchó la primera vez. Sin embargo, el cura le dijo que no lo podía llamar así porque no era un nombre español, por lo que lo llamó Jorge, pero para su familia siempre será Yorgi. Al poco tiempo volvió a quedar en embarazo. Cuando se acercaban los nueve meses, se levantó a las 12: 00 de la noche, se dirigió a la cocina a calentar agua debido a los dolores, y para su sorpresa, en niño nació en ese momento: se le cayó al suelo en la cocina. Pero no pasó a mayores, Álvaro fue un niño sano como todos sus hermanos.

Esperanza no quería tener más hijos, pues consideraba que con esos ya era suficiente, por lo que se dirigió donde el cura de Sabaneta para pedirle algún consejo o método de planificación. El único que estaba permitido era el de la iglesia: tener relaciones antes y después de la menstruación, pero para Esperanza era imposible, pues Jorge llegaba de manejar el tren en cualquier momento.

-Padre, yo ya no puedo más, ¿con que planificara yo para no tener más hijos?

-Los que no va a tener aquí los va a parir a los infiernos- le respondió el cura, y Esperanza no tuvo nada más que hacer.

La familia se fue a vivir a una casa grande en el barrio Mesa, en Envigado que costó 5.000 pesos, con piso de baldosa y baños de inmersión. Ahí Nacieron Irene, Rubén, Olga, Mariana, y Ramiro. Ángela fue la única que nació en un hospital con todas las comodidades, pues el doctor se lo recomendó. “No me dolió nada, así puedo tener otros diez hijos” dice Esperanza. En el barrio Mesa también tuvo dos abortos. “Ligia se había ido para sabaneta con los niños, cuando yo estaba trapeando el corredor y me empezó a salir mucha sangre, pero de milagro llegó Jorge en ese momento a llevar el pago, por lo que le tocó correr por el doctor Restrepo, quien terminó de sacarme todo, pero yo no sabía que estaba en embarazo.”

Los niños crecieron en el barrio Mesa junto a Esperanza, Jorge continuaba con su trabajo como maquinista. Los hombres estudiaron en la escuela Fernando González de Envigado, y las mujeres en la Pío XII. Era un hogar libre, donde estudiar era elección de cada uno. Años más tarde, Guillermo se dedicó a trabajar para ayudar en la casa, Gabriel y Álvaro estudiaron ingeniería de minas en la universidad Nacional, Irene fue religiosa y más tarde estudió enfermería, Mariana diseño y sistemas; Olga era delineante y Ángela administradora.

Cuando la mayoría de sus hijos se casaron, en 1987, Olga empezó a ahorrar para comprar un apartamento nuevo. Se pasaron a vivir a El Portal del Valle, a un edificio muy acogedor en Envigado. Allí se fueron a vivir Esperanza, Jorge, Olga y Ángela luego de vender su casa en el barrio Mesa.

Al estar viviendo en El Portal, a Olga le contaron que iban a regalar a una niña de concordia porque su madre la abandonó. Esperanza apenas supo la noticia decidió acogerla en su casa como una hija más. Cuando llegó, “Angelita” estaba completamente desnutrida, no conocía un cepillo de dientes, era muy pobre y acostumbrada a la vida en el campo, incluso había comido pasto. Parecía de diez años pero tenía quince. Apenas acababa de llegar cuando hubo una gran tragedia en la familia: en 1987 mataron a Rubén en el depósito de materiales donde trabajaba, por robarle. Fue un golpe muy duro que sólo el tiempo junto con la unión lograron superar. En el hogar de los Palacio Roldán, Angelita estudió en el colegio Teresiano y luego entró a la Remington a estudiar Gerontología, para cuidar ancianos.

En el 2002, a Olga le descubrieron cáncer de hígado, lo que fue otro golpe muy duro para la familia. Angelita la cuidó todo el tiempo hasta su muerte dos años después. En el 2003 murió Jorge luego de trabajar toda su vida. “murió de viejo”, dice Esperanza. Aunque todos dejaron un gran vacío, la familia demostró que estando unida se pueden superar todas las adversidades.

Angelita nunca terminó la carrera, y la situación con sus novios se estaba volviendo muy difícil de manejar por la diferencia de edades entre ella y Esperanza. Luego de haber vivido quince años allí, Angelita decidió irse dejando una carta de agradecimiento a toda la familia. Pasó mucho tiempo sin que ella volviera a visitarlos, ni se supiera casi nada de ella, pues le daba pena el haberse ido así. Sin embargo, al cabo de un tiempo, volvió a visitarlos y aún en la actualidad va con frecuencia.

Con la partida de Angelita fue muy difícil encontrar quien cuidara a Esperanza, pues ya todos los hijos se habían casado y ella vivía sola, como se le prometió que siempre iba a ser la “reina de la casa”. Por la casa pasaron muchas empleadas que no permanecían mucho tiempo, pues era una casa donde iba mucha gente todo el tiempo: hijos, nietos, sobrinas, bisnietos, yernos y nueras la visitaban a diario. En el 2002, Luz Elena sufrió una crisis económica, por lo que se acordó que se fuera a vivir, junto con su familia, a la casa de su madre.

Ahora, a sus 94 años, Esperanza vive con Luz Elena; su esposo Alberto; y su hija, Catalina, quienes además de acompañarla la cuidan y están pendientes de ella. Esperanza se levanta a las 10:00 de la mañana, se toma un jugo de papaya y un omeprazol. Reza varias oraciones, rosarios y novenas. Antes del almuerzo se baña con la ayuda de Luz Elena, se echa crema de manos en todo el cuerpo y se viste. Luego se sienta en la sala a continuar con sus oraciones diarias. Almuerza algo liviano y hace la siesta a las 3:00 de la tarde, luego se levanta a rezar la Divina Misericordia. Luego se sienta en la sala a esperar a su familia, que la visita a diario, para jugar dominó. La noche pasa entre juegos, risas y conversaciones, donde esperanza espera ser la reina del dominó por ganar diez juegos seguidos; todos juegan con ella pero muy pocos le ganan. A las 9:00 de la noche se acuesta con la ayuda de un medicamento con el que duerme placenteramente toda la noche.

A Esperanza le gusta mucho salir, sus lugares favoritos son la finca de su hijo Ramiro en San Jerónimo y la casa de su hija Irene, en El Retiro. Siempre está lista para un paseo. Los fines de semana van a su casa “las viejitas de la comunión” a darle la hostia santa. También recibe a Angelita, que con todo el gusto y la gratitud la va a visitar como una hija más.

Entre sus comidas favoritas están las gomitas y el helado, que le gusta ofrecerle a todo el que va a visitarla. Tiene el azúcar perfecto, condición que envidiarían muchos menores que ella. Reza para que gane el Deportivo Independiente Medellín, equipo del que se declara hincha. Habla de política, cree fielmente en Dios y en santos como Santa Rita y el Señor de Buga, pero afirma que Santa Marta no sirve para nada. Esperanza es una persona totalmente lúcida, que sostiene cualquier conversación con el carisma que la caracteriza. Desde que murió su hija Olga, tiene una fundación con la ayuda de su nuera donde se reparten alrededor de 200 mercados mensuales a familias muy pobres, pues ayudar es algo que siempre la ha hecho feliz. Siempre tuvo claro que no iba a cuidar nietos, a pesar de todo lo que los quiere, “los traen con ustedes, pero no me los dejan”, dice. Siempre estrena ropa en las fechas especiales y la vanidad y el cuidado de su piel con cremas son algo que todavía está entre sus prioridades.

“Mi abuela es un ejemplo de bondad, es la muestra de que una familia unida puede superar cualquier problema. Se preocupa mucho porque todos estemos bien atendidos cuando vamos a la casa, es una excelente anfitriona. Se sabe los nombres de todos; se preocupa y reza porque todos estén bien. Ella es la columna vertebral de la familia, sin ella no seríamos una familia tan grande y tan unida, lo que es tan difícil de encontrar hoy en día. Todo es gracias a ella.” Comenta Esteban Quiceno, uno de sus nietos.

Esperanza tiene el cabello blanco y corto, todavía con algunas señas de negro azabache. Es una persona de contextura gruesa que se mantiene elegantemente vestida. Siempre usa aretas, reloj y accesorios que la hagan ver mejor. Su piel es suave, delicada; con unas pocas arrugas que han dejado marcadas tanto el paso del tiempo, tan lleno de alegrías y tristezas, de triunfos y derrotas, como 25 nietos y 12 bisnietos. Cualquiera anhelaría su aspecto tan vital, incluso es inevitable restarle al menos 20 años al conocerla. Esperanza tiene el aspecto de una abuela, solamente que no usa gafas porque ve casi a la perfección. En sus ojos se ven reflejados 94 años de vivencias e historias, que han hecho de ella un roble forjado por los años, cuya misión aún no termina.

Navegando en asfalto

Energía, amor y entusiasmo son las palabras con las que Juan Carlos Uribe empieza su día. Aunque tiene tres hijos, más los que considera suyos de corazón, vive solo en una casa campestre sin electricidad ubicada en la loma de Las Palmas, pues los años de marinero y hombre del mundo le enseñaron a disfrutar de la soledad y la naturaleza.

Este hombre de aspecto juvenil, cabello y ojos oscuros y sonrisa permanente se levanta a las 2:30 de la madrugada a orar un rato por la humanidad y sus seres queridos, pues “esta es la hora de contacto con los ángeles”. Luego se levanta antes del amanecer y da gracias por la vida. No cree en las religiones, menos en la católica por su doble moral. Pero esto no quiere decir que no sea un hombre espiritual, por el contrario, entre sus mejores amigos se encuentran un chamán experto en yagé y una clarividente musulmana; le gusta rodearse de gente sensible ante la vida, pero sobretodo buena y coherente entre decir, actuar y pensar. Luego de bañarse, Juan alimenta a sus peces ornamentales, riega las plantas y les deja comida a los pájaros que quieran visitar su cabaña, ubicada en medio del bosque, durante el día.

El sábado 13 de marzo de 2009, a las nueve de la mañana se dirige a su restaurante en su camioneta. En la parte de atrás del carro hay una calcomanía de un pez de río y otra de un tiburón rojo atravesado por una línea blanca, lo que da cuenta de sus dos grandes hobbies: la pesca deportiva y el buceo. Luego de unos minutos, llega a Buena Mar, el que es su segundo hogar. El restaurante está ubicado cerca de la plaza mayorista, en Medellín. En la parte de abajo hay una pesquera, donde se compra y se distribuye el pescado a los demás restaurantes. Es un lugar amplio, iluminado, con algunas vitrinas que exhiben el pescado fresco y una secretaria que toma los pedidos; la decoración incluye algunas clases de animales marítimos. Aunque parece que el lugar fuera una simple pesquera, en una de las esquinas hay unas pequeñas escaleras azules por donde se sube al restaurante.

A simple vista, parece que las escaleras condujeran a un lugar secreto o desconocido, y que no asistiera mucho público. Sin embargo, basta con subir para darse cuenta de que Juan, con su carisma, amor y dedicación, ha hecho de él uno de los restaurantes más queridos de la ciudad. Al llegar, saluda a sus “Carboncitos”, las cocineras que le ayudan durante toda la jornada. En el primer piso del restaurante hay varias mesas de madera, frases sobre la vida, el amor y los valores; una pecera y tallas en madera, entre las que se destaca una de Poseidón, el gran dios del mar. Tallar madera pareciera un hobbie normal, que cualquiera puede hacer. Sin embargo, Juan tiene una gran habilidad, pues cuesta creer que lo que ahora es una sirena, un barco perfecto, o un cangrejo casi con vida, antes fue un pedazo de madera inerte. Tallar madera realmente es un arte que necesita de experiencia, paciencia y dedicación.

Juan se dirige a su oficina, un lugar oculto ubicado dentro del restaurante, pero que permanece con la puerta abierta para el que quiera entrar o simplemente sienta curiosidad. Las paredes de madera y la luz tenue la dan un gran toque de calidez al lugar. Allí Juan se dedica a estar en su computador, a enviarles correos a sus amigos, a tallar madera, o a descansar en su tiempo libre.

Su oficina tiene unas pequeñas “cámaras secretas” (pequeños huecos en la pared) por donde Juan mira a los clientes, pero sobre todo a las mujeres hermosas que asisten allí. “yo me enamoro todos los días, por eso me echan las novias. Soy un marinero, con un amor en cada puerto” dice con una amplia sonrisa en su cara.

Pero el encanto del lugar no acaba allí. El segundo piso del restaurante es idéntico a un barco. Las ventanas redondas con bordes metálicos, el piso color arena, las redes y la decoración hacen que el público se sienta como en un verdadero barco, donde la comida de mar termina haciendo el complemento perfecto.

Antes del medio día, cuando Juan ha terminado de organizar su restaurante de modo que se vea impecable, saca un tiempo para dictar un curso de asados de mar en la finca La Loma, ubicada en Envigado. Uno de sus “hijos adoptivos” Steven, lo acompaña. Luego de la sección de carnes es su turno. Allí se desenvuelve con el carisma, la alegría y la energía que lo caracterizan. Antes de hablar de pescados y recetas, dice que lo más importante en la vida es ser feliz, habla de la importancia de disfrutar la comida, de comer lento y hasta tiene un espacio para hablar de energías, chacras y temas de espiritualidad. Aclara que no es chef, pues aprendió a cocinar en sus años de marinero por todo el mundo, donde le tocaba hacer la comida para todos esos “grandotes” de la tripulación, lo que demuestra que la experiencia vale más que la teoría, pues nadie se atrevería a decir que no cocina igual o mejor que un chef experto. También explica que el secreto de todos los platos es agregarle un poco de salud, paz, bienestar y demás valores que se mencionan cada que se agrega un nuevo ingrediente. Las 45 personas que asisten quedan encantadas, y entre charlas, consejos y comida, Juan se despide para volver de nuevo a su restaurante.

Al medio día el trabajo aumenta. Los clientes empiezan a llegar a almorzar, muchos de ellos por recomendación y otros por la seducción que les produce el lugar cada que lo visitan. Se ven desde grupos de trabajo hasta familias y parejas de novios. Juan ayuda a cocinar y a atender a los clientes, los que también considera sus amigos. Bajo el lema de “cocina lenta” se pasa por cada mesa conversando con ellos, les recomienda algunos libros, les habla de la vida o los aconseja. “cuando veo a alguna persona triste le digo: muéstrame tu mano, y trato de decirle algo que la anime. Yo no sé quiromancia ni psicología pero veo que eso les ayuda y es lo que me hace feliz.”

Mientras las personas esperan el pescado gratinado, el seviche de atún o el arroz marinero, Juan les lleva libros o lecturas. En su repertorio hay desde el horóscopo chino hasta filosofía indígena, pasando por el yagé y poemas, pero todos ellos con una gran enseñanza para la vida. Los clientes leen con gusto el horóscopo y las risas maliciosas indican que se sienten identificados con él. Mientras tanto, Juan va pasando por algunas mesas degustaciones de platos nuevos por cortesía de la casa, lo que hace que los clientes se enamoren del lugar por esa familiaridad que se respira allí.

La hora del almuerzo termina alrededor de las tres de la tarde y Juan se va a su oficina a descansar un rato, con la satisfacción y la convicción de que dio lo mejor de sí de modo que los clientes se enamoraran aún más del lugar. En su oficina ve las fotos del viaje al Río Orinoco que realizó con su familia hace unos meses: los atardeceres, los grandes peces y las carpas hacen que Juan se relaje un poco después de un duro horario de almuerzo.

Con el pretexto de comprar las cosas que faltan para el restaurante, Juan se dirige al centro, uno de sus lugares favoritos. Allí se sienta cerca de El Hueco, se compra un delicioso jugo de guanábana “de carrito” con unos pandequesos y se dedica a observar a la gente que pasa por allí. Luego recorre el lugar mirando las artesanías, los cuarzos y las variedades, donde compra algunos regalos para su familia y sus amigos y algunas cosas para decorar el restaurante. “me gusta mucho comprar regalos, no me gusta llegar a ninguna parte con las manos vacías.” Mientras se dirige al pasaje La Bastilla, pasa por el templo de los Hare Krisna, en Veracruz, por quienes siente una gran admiración debido a su conciencia espiritual; además, este es su lugar de almuerzo vegetariano de muchos días.

En el pasaje La Bastilla, Juan mira algunos “libros piratas” de espiritualidad y otros para regalar. Luego de recorrer varios lugares, termina el famoso “tour del centro”, uno de sus favoritos.

Entrando la noche, y como si el tiempo de Juan durara más que el de cualquier persona, se dirige al gimnasio El Molino. Allí, para terminar su día, hace un rato de ejercicio y nada en la zona húmeda, donde deja ver el gran tatuaje que tiene en el brazo, compuesto por un timón, el dios del mar, un águila, un tiburón y una sirena, lo que le recuerda sus experiencias como marinero alrededor del mundo, los 11 años que vivió de la pesca, como ermitaño en bahía solano y le corrobora que es un hombre del mar. Se encuentra con Guillermo Pérez, un monje nóstico experto en reiki y yoga por el que siente una profunda admiración. Entre conversaciones y natación termina oficialmente su día.

Juan se come una hamburguesa en Kit Koff, pues ya está cansado de cocinar. Vuelve a su cabaña campestre sin electricidad, donde lo esperan un Pastor Alemán, un Labrador y un Golden Retriever de la unidad vecina “estrato 116”, pues no se pueden resistir al calor de la chimenea y a la comida para cachorros que Juan les deja en el día. “No traigo mucha gente aquí porque esto es enamorador, es una cabaña de duendes”. Allí enciende unas cuantas velas, toma un baño de agua caliente, reza un rato y finalmente se duerme, después de un agitado día, esperando lo que traerá el siguiente.